Sebastian ya no sonríe. Es raro, extraño, pero sucede. En el paddock se echa de menos la sonrisa del campeón, pero los días pasan y todo sigue igual, sin rastro de ella. Ha desaparecido, se ha perdido, y nadie sabe cuando volverá.
Sebastian está triste. Sus ojos le delatan, no mienten. Su autoexigencia extrema y su perfeccionismo casi obsesivo le condenan. Cuando las cosas van mal, le es imposible disimular y esconder todo aquello que cruza su cabeza. El miedo, la impotencia, la presión...y la culpa.
El miedo al fracaso, la impotencia de no poder hacer más, la presión que conlleva ser el número uno y la culpa que le persigue porque ahora más que nunca todo está en sus manos y sabe que cualquier fallo se paga con una derrota que para alguien como él, capaz de reflejar dos polos completamente opuestos, no siempre es fácil de digerir.
Ver a través de Vettel no es difícil, y mucho menos, imposible. Basta con mirarle para saber cuando las cosas van bien y cuando se tuercen. Es incapaz de ocultar su estado de ánimo. Y las últimas semanas no han hecho más que confirmar que su sonrisa se ha apagado, que ya no está.
Y todo tiene un por qué. Hace dos años, el 'pequeño káiser' alcanzó el cielo. Con apenas 23 años, se hizo con la corona de campeón del mundo de F1, y desde entonces, sigue ahí, en lo más alto. No, él no quiere que paren el mundo para poder bajarse como pedía Mafalda. Una vez arriba... ¿por qué hacerlo? No seamos cínicos, no hay nada que reprochar. Todos nos acostumbramos a lo bueno, y cuando lo tenemos, no queremos que nos lo quiten. Y eso mismo le sucede a Vettel, que, acostumbrado a caminar por delante de todos, se siente incómodo en un lugar en el que no quiere escribir su nombre, una sexta plaza en la general que le sabe a poco después de haber degustado el sabor de la victoria.
No, las cosas no le van bien a Sebastian. Desaparecido en las sesiones de clasificación y ausente en las carreras -en Australia fue segundo al ser claramente beneficiado por la salida del safety car-, el alemán parece haber perdido parte de la magia que le llevó el año pasado a sumar su segundo título mundial consecutivo, de la misma manera que su Red Bull ha perdido las alas que le hacían ser prácticamente inalcanzable hace apenas unos meses.
Y Malasia ha sido el último testigo de la tristeza de Vettel. Esta vez, la lluvia no fue amiga, y acabó ahogando al campeón que, rozando una fragilidad no muy común en él, vio como se quedaba fuera de los puntos tras un incidente en el que también se vio envuelto Karthikeyan. La reacción de Sebastian tras caer la bandera a cuadros fue el espejo de su 'yo' interior -recriminó la actitud del piloto indio sobre el asfalto y puso en duda su manera de hacer-, que estalló y acabó sacando toda la rabia contenida, como un amago de lágrimas guardadas causada por la impotencia más cruel. Nada más que eso. Nada más allá. Quizás debió callarse, pero no sabe mentir...
Hace justo un año, Vettel sumaba dos poles y dos victorias, y acumulaba 50 puntos en su haber. Pleno indiscutible. Volaba, y nadie era capaz de frenarle. Pero las cosas han cambiado. Ahora sólo son 18 los puntos, y no hay poles ni victorias...y sí rivales. Button, Alonso, Hamilton, e incluso su compañero de filas Webber, se han puesto las pilas y se erigen como firmes candidatos a destronar a Sebastian. Ya no hay difusores, y las complicaciones y los obstáculos crecen como enanos, lo que supone más exigencia y menos errores.
Sin embargo, todos los cambios requieren un tiempo de adaptación, y es inevitable fallar alguna vez. El piloto de Red Bull lo sabe, pero él quiere volver pronto. Y ya se sabe que cuando se va demasiado rápido...todo sale mal y pocas veces se gana.
Eso sí. Quien ponga en duda su calidad es un loco. Es bueno, mucho. Puede que haya tenido más facilidades que otros, pero nadie le ha regalado nada. Porque para atrapar oportunidades y no dejarlas marchar, hay que estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Y para estarlo, hay que llegar.
Vettel lo hizo, y volverá. Tarde o temprano, pero lo hará. Y su sonrisa también.
Con él.
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